El Sueño Que Se Escondía Tras Las Dunas

El sueño que se escondía tras las dunas

Paul tiritaba de frío, las noches en el desierto a veces pueden resultar heladoras. A pesar de la manta que tenía puesta sobre los hombros, Paul no podía reprimir que sus dedos entumecidos por la helada temblarán, hasta el punto de casi llegar a tirar la taza de té moruno, que agarraba entre las manos.

 En ese momento un ramalazo de inquietud golpeó su mente, mientras una voz interior le decía » Abandona, la dama del desierto no existe “. 

Fijó la mirada en la llama que brotaba de una pequeña fogata, alimentada por excrementos de dromedario, al mismo tiempo que pensaba, si había merecido la pena, dejar la verde isla en la que vivía. Su confortable casa en Dublín, su puesto de profesor en el Trinity Collage. Todo por un sueño, una más que probable utopía. Pero desde el instante en que conoció la leyenda de la dama del desierto, su imaginación voló hacia el país de los hombres azules, las montañas del Ahaggar.

Pasó una infinidad de noches en las que en sus sueños aparecía una mujer, caminando entre las dunas. Ataviada con un caftán de color azul índigo, ribeteado de arabescos dorados, llevaba el rostro descubierto y un pañuelo de colores en su cabeza. El simún le acariciaba la cara y los rayos del sol se reflejaban en la blancura de su sonrisa, lo que impresionó al joven irlandés fueron los ojos verdes de la dama. Que al verlo se paró y le obsequió con una mirada traviesa, casi de niña que contrastaba con la sugerente silueta de mujer marcada por el viento del desierto. Una mañana de primavera, Paul al despertar de su paraíso onírico, decidió embarcarse en la aventura de encontrar a esa mujer.  

Paul trató de espantar sus miedos, al mismo tiempo que acababa el té. Poco a poco la punzada de nostalgia, que lo afligía, se fue diluyendo con los tragos de la tibia infusión que estaba bebiendo. Su cuerpo se relajó con la placentera sensación que le proporcionaba el calor de la bebida en su interior. Decidió que era hora de dormir, los camelleros que lo acompañaban ya hacía tiempo que roncaban de manera ruidosa a su alrededor. En el desierto conviene madrugar, para tenerlo todo preparado e iniciar la marcha, antes que el abrasadora fuerza del sol, ralentice todo movimiento y queme con su aire recalentado los pulmones de los hombres y las bestias. Arrojó un puñado de arena encima de la fogata para apagarla, se acostó sobre la sucia esterilla que le había prestado un camellero, arropándose con la manta, cerró los ojos y se dispuso a conciliar el sueño.

Un poco antes que la modorra pusiera plomo en sus parpados, volvió a abrirlos impelido por una fuerza misteriosa. Comenzó a buscar entre la miríada de estrellas que brillaban en aquella noche de luna nueva, una constelación con forma de piedra preciosa. Entre toda aquella plétora de astros que refulgían en la negrura del cielo. Le pareció ver una formada por ocho estrellas centellantes, que desprendían una luz tan pura, que semejaba de color verde.  “Ahí está la esmeralda”, pronunció en voz baja, para no perturbar el sueño de los beduinos que lo acompañaban. Observó detenidamente los luceros que conformaban el contorno de la gema, mientras pensaba…Ellos me ayudarán a encontrarla, es una señal de que está cerca. Su luz es tan verde como el color de sus ojos, quizá ella también los esté observando ahora. Solo el pensamiento de saber que podía estar viendo lo mismo que la dama del desierto, le provocó una emoción tan intensa, que lágrimas de felicidad brotaron de manera espontánea mojándole las mejillas, entonces dándose la vuelta, sé tapó la cara con la manta, abandonándose al más dulce de los sueños.

JCT

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