En busca de Mahsati

La caravana se acercaba lentamente a las estribaciones de macizo de Ahaggar. El infierno de piedra, como fue denominado por los guerreros árabes que llevaron el islam a aquellos solitarios parajes. Uno de los lugares más áridos e inaccesibles del planeta, allí solo crecen algunos arbustos espinosos a la sombra de los roquedales. Donde son habituales las temperaturas de más de cincuenta grados durante el día y en las noches de invierno las heladas son frecuentes. Un páramo desolado y triste, salpicado por algunos oasis, donde vive el pueblo de los hombres vestidos de azul y las mujeres tatuadas con Henna, los tuaregs. También entre los riscos y las dunas, mora según cuenta la leyenda, Mahsati, la reina del Sahara, llamada por los tuaregs “Dama de la luna”, ese nombre proviene de que siempre aparece de noche. Se presenta a los viajeros mientras duermen arrullados por las estrellas, enamorándolos con sus ojos verdes, fascinándolos con la dulzura de sus caricias, embelesándolos con su fragancia, enloqueciéndolos con sus besos. Como le aconteció a su última víctima, un teniente francés de la legión extranjera, destacado en Tamanrasset, que abandonó su regimiento una mañana de enero del año 1932. Desapareciendo misteriosamente del fuerte y que fue buscado infructuosamente por sus legionarios, dejando como única pista su diario. En el que quedaba reflejada la transcripción de sus sueños y en ellos siempre aparecía indefectiblemente la palabra Mahsati. Intrigados los militares preguntaron a sus intérpretes que significaba Mahsati. Ellos respondieron que era el nombre de una mujer, que según cuenta la leyenda fue una cautiva cristiana proveniente del Al-Ándalus. Raptada en su país, por un codicioso comerciante bereber. Con la intención de venderla en el mercado de esclavos de Tombuctú.

Una noche sin luna, la esclava logró huir de sus captores. Internándose en el desierto, donde se perdió su rastro para siempre. Los Tuaregs atestiguan que la han visto caminar entre las dunas y se aparece en los sueños de los escasos europeos que se atreven a cruzar el macizo.

Los restos del teniente Castroux fueron encontrados en los años setenta, por una expedición del gobierno argelino, que buscaba yacimientos petrolíferos por la zona. El cadáver momificado del galo tenía entre sus manos un pañuelo de seda, coloreado de rojo y naranja con tonos azulados y violetas. Que a pesar de los años transcurridos desde su muerte aún conservaba intactos sus tintes…

A media mañana, la comitiva de hombres y bestias comenzó a afrontar las empinadas pendientes que conducían a las faldas del monte Thahat. Allí se encuentra el oasis de Lamir, lugar donde confluyen las caravanas que se dirigen al Shael y el punto donde Paul emprenderá la búsqueda en solitario de su amada.

Cuando llegaron a Lamir, Paul quedó profundamente decepcionado.  En su fantasía había imaginado un lugar paradisiaco, una mota verde en medio de la nada, con una placida laguna rodeada de palmeras datileras. Todo lo que podían ver sus ojos era una hilera de miserables casuchas llenas de polvo, unas escuálidas palmeras y al final de la calle una fuente. De la que salían varios caños, de ellos brotaban hilillos de agua, que caían en un depósito cuadrado. Sobre el que se arremolinaban personas y animales, esperando su turno para calmar la sed o llenar odres. La imagen que más impactó a Paul, fueron las nubes de moscas verdes que sobrevolaban el manantial, posándose sobre los seres vivos y los excrementos indistintamente.

  • Paul llegamos a Lamir, ahora nuestros caminos deben de separarse— Manifestó el cabecilla de los beduinos tan pronto se detuvo la caravana.
  • Gracias Ibrahim— dijo Paul alargando un puñado de dinares al caravanero.
  • Suerte irlandés, que Allah permita que encuentres a Mahsati— correspondió el árabe poniendo la mano sobre el pecho en señal de respeto.
  • Inshallah — espetó Paul, antes de recoger sus pertenencias.

Luego Paul, se dirigió hacia al puesto del ejército argelino, única autoridad presente en aquel lugar. No le fue difícil encontrarlo. Por encima de las casas de adobe con tejado plano, sobresalían el minarete de la mezquita y el mástil del cuartel, del que pendía una bandera de Argelia movida por el siroco.

Un aletargado soldado montaba guardia en la puerta.

  • Soy un ciudadano de la unión europea y quiero solicitar un permiso de tránsito— declaró el irlandés utilizando su rudimentario árabe.

El guardia se limitó a señalar con el dedo pulgar que pasase.

Traspasado el umbral, Paul se encontró a un sargento gordo y sudoroso, intentando refrescarse con la corriente de aire producida por un ventilador.  

— ‘Salaam Alaikum’ — Saludó Paul.

  • Buenas tardes, ¿que desea? — contestó en un más que aceptable francés el suboficial.
  • Necesito un permiso para acceder a la zona del monte Thahat— manifestó de forma directa.
  • Ya sabe que es una zona militar cerrada, precisamos saber del motivo de la solicitud— Inquirió el sargento.
  • Soy astrofísico y quería hacer fotografías del cielo estrellado desde la cumbre— mintió descaradamente el irlandés.
  • Ya… ¿Puede entregarme su pasaporte por favor? — solicitó incrédulo el militar.

Paul sacó de bolsillo trasero de su pantalón, dos billetes de cien euros y se los entregó al sargento diciendo:

  • ¿Esta es mi documentación? —
  • Perfecto, perfecto. ¿A que nombre expido el permiso?

Manifestó satisfecho el militar, mientras guardaba en el bolsillo de la camisa el dinero.

  • ¿A que nombre expido el salvoconducto? —
  • Paul Flynn, Dublín. República de Irlanda— Precisó
  • Es conocedor de que viaja bajo su responsabilidad, le aviso que esa zona esta infestada de terroristas del Dáesh y los tuaregs son muy recelosos de los intrusos que se adentran en su territorio— Informó el suboficial, al mismo tiempo que escribía y sellaba el permiso de tránsito.
  • Gracias, soy consciente de ello— respondió Paul
  • El permiso entra en vigor, pasado mañana. Mientras tanto si quiere puede alojarse en la hospedería de Mohamed, también dispone de un pequeño colmado para aprovisionarse— Dijo el militar al tiempo que tendía los papeles al europeo.

Paul guardó el salvoconducto que le permitiría acceder a la zona prohibida, en su cartera. Salió del cuartel en dirección al hostal, situado detrás del manantial. La casa que albergaba el establecimiento era una simple construcción de adobe, con unos pequeños orificios que hacían la función de ventanas. Tenía dos puertas, una que estaba abierta, daba acceso a la tienda. Atendida por la mujer y la hija del propietario, ocultas tras sendos nicabs de color negro, en la que se vendía un poco de todo. La otra puerta era la entrada a la posada, esa era a la que Paul empujó suavemente para entrar. Le recibió Mohamed atusándose el grasiento bigote y con un palillo en la boca.

  • Pase, pase Sayyid— dijo utilizando la palabra árabe de señor, el hostelero.
  • ¿Tiene alguna habitación libre? — preguntó Paul.
  • Si Sayyid, ¿para cuantas noches la necesita? —
  • Dos— contestó lacónico el irlandés.
  • Perfecto, tengo una habitación digna de un visir. Por solo cincuenta dinares la noche— dijo con una sonrisa falsa pintada en la cara mohamed.
  •  Trato hecho, por favor deme la llave—
  • Lo acompaño Sayyid, venga conmigo— manifestó Mohamed haciendo un gesto con la mano.

El cuarto estaba situado al final de un angosto y oscuro pasillo, cuando Mohamed abrió la puerta. Paul pudo constatar que la habitación digna de un visir era en realidad un cuarto pequeño y mal amueblado. No le importó, entregó cien dinares al hotelero que se retiró feliz, sin pedirle siquiera su nombre para registrarlo.

Paul cerró la puerta con llave, y se dispuso a colocar en un armario de mimbre sus escasas pertenencias. Aparte del armario el mobiliario del cuarto consistía en un camastro cubierto con una sábana blanca, una mesilla sin cajones y una destartalada silla colocada debajo de un espejo. La única ventilación era un hueco en la pared de adobe, que daba a la calle.

  • Vaya desastre— dijo para sí, mientras observaba la habitación que le había tocado en suerte.

Cuando empezó a anochecer, Paul se fue a acostar, pues tenía previsto madrugar. Al descubrir la sábana para meterse en cama, observó con espanto los puntitos marrones que llenaban la tela.

  • Que asco, está llena de pulgas— masculló tras soltar una maldición.

Sacó la manta del armario y se tumbó en el suelo, cerró los ojos pensado en su amada, quedó dormido….

Mahsati no faltó a su cita nocturna, en esta ocasión en vez de besar a Paul, acercó la cara, puso las palmas de las manos debajo de la barbilla y sopló en dirección del joven irlandés. De la boca de la dama, salieron mariposas azules revoloteando. Presagio de lo que iba acontecer en los próximos días…

Paul cruzó la barrera un poco antes, de que el sol despuntara por el horizonte, atrás quedaban la alambrada y la relativa seguridad de Lamir. Ahora el idealista irlandés, tendría que afrontar los rigores y peligros del desierto, con la única compañía del asno que había alquilado a Mohamed. En su lomo viajaban cargadas provisiones y agua para una semana, que era el periodo de tiempo del que disponía Paul, para hacer realidad su sueño.

El camino era en un principio una pista de tierra, marcada de roderas producidas por el paso de los camiones militares. Cuando cogió el desvío hacia las laderas del Thahat, la senda se transformó en una vereda pedregosa y empinada. En eso momentos el joven pudo comprobar el acierto de haber atendido el consejo de Mohamed, que le recomendó llevar al jumento. El animal se mostraba dócil al ronzal y podía llevar con desenvoltura una carga desproporcionada a su tamaño. Ascendieron hasta llegar a un cerro, en el que hicieron un parada, para recuperar el resuello y beber. El sol ya comenzaba a estar alto y las piedras calentadas por los rayos solares desprendían calor, creando una atmosfera parecida a la de un horno.

Tras refrescarse y mientras el rucio mordisqueaba, unas ralas hierbecillas que crecían en las grietas de las rocas. Paul empezó a preguntarse qué haría a partir de ese momento, la verdad era que carecía de un plan. No tenía idea por dónde empezar su búsqueda, ni el lugar donde Mahsati acostumbraba a aparecer. Decidió vagar por las inmediaciones del monte, sin rumbo. Dejándose llevar por su intuición, estaba seguro de que Mahsati acudiría a la cita. El amor que profesaba por ella era tan intenso que cualquier obstáculo que pudiera interponerse en su camino, lo superaría con la fuerza interior que le impulsó a dejarlo todo por la dama. También la voz de su corazón le decía que lo que estaba haciendo no era una locura, que mantuviera la esperanza. Entonces se acordó de las últimas palabras de la leyenda que lo cautivó.

“La dama volverá a convertirse en una mujer de carne y hueso, cuando aparezca un caballero que sepa hacer palpitar de amor eterno su corazón”

Paul, al recordar ese pasaje, sonrió. Nadie en el mundo podría hacerlo, excepto el…

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